Sunday, May 13, 2012

González Caballero, padre. (En el noveno aniversario de su muerte)

Nota: Este texto fue leído en su primera versión, en Puebla, durante el primer homenaje a días de la muerte de González Caballero, en mayo de 2003. Ahora lo retomo en el noveno aniversario de su deceso.

Retrato de Antonio González Caballero (Digital Painting. 2011)
Antonio González Caballero (Digital Work Over Photograph. © Gustavo Thomas. 2011)


González Caballero, padre.

La contundencia de la acciones en la vida real pueden abrumarnos. González Caballero ha tenido una acción más que contundente para todos nosotros y reaccionamos a ello, que no nos abrume. Ahora que él ha muerto, no le busquemos cronologías para una buena biografía... "Enumerarlo, seguir el orden de sus días, me parece imposible; mejor buscar su eternidad, sus repeticiones. Sólo una descripción intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo.", escribe el joven Borges en su texto sobre la vida del poeta Evaristo Carriego.

I

Transmitir por necesidad, debido a un continuo trabajo dentro de la meditación taoísta-tibetana donde se aprende a dar, a ofrecerse totalmente a los demás, al mundo, más allá de la fama o del reconocimiento...
Dar fue para González Caballero el principal impulso en su vida. El fue siempre, sin lugar a dudas, el maestro que da.
González Caballero dio con libertad, dio a todos; pintó y dio, escribió y dio, investigo una técnica de actuación y dio.
No hablo del amigo... ¿qué puedo decir de lo que el amigo dio?

González Caballero fue maestro de tres disciplinas durante su vida: la Ciencia de la Física Mental, la pintura y la actuación.

Estaba convencido que la dramaturgia no debía enseñarse, sino que leyendo y escribiendo el dramaturgo evolucionaría; un tanto engañosa apreciación la suya cuando en cada una de sus clases, en cada una de sus pláticas, hablaba de lo que había leído, lo analizaba, lo transformaba, escuchaba nuestros escritos, los comentaba, nos regañaba por ciertos crasos errores. Daba clases de dramaturgia también, así, en su muy particular estilo.

Desde la adolescencia con sus primeros estudios de pintura a nivel comercial, González Caballero resultaba para los demás ser un talentoso artista lleno de incertidumbres e impulsos destructivos. En los años 50's, a partir de su encuentro con la filosofía tibetana que en su versión occidental transmitía en México el maestro Pedro Espinoza de los Monteros, González Caballero tuvo un cambio radical en su vida y en su idea de dar. La fuerza que ese trabajo le diera transmitiéndolo durante nueve años lo llevó, entre otras cosas, a entrar de lleno a la pedagogía de la pintura, creó un método de aprendizaje en base a las investigaciones que a Paul Klee y Vasili Kandinski en los años 20 los hizo tan famosos como docentes en la Bauhaus alemana. De ese método de su primera escuela salieron algunos pintores y caricaturistas mexicanos de renombre.

Ese mismo dar siguió cambiando su vida, incursionó con tremendo éxito en la dramaturgia y a través de algunos accidentes del destino fue a caer a la clase de creatividad para actores en la escuela Andrés Soler de la ANDA. Siendo pintor y escritor González Caballero no conocía los secretos del arte de actuar, y con humildad, profundidad y genialidad entró en ello. En 1971 creo su primer taller de actuación de donde salió su técnica de actuación y decenas de actores con su sello; ese taller nunca se detuvo sino hasta el día de su muerte, literalmente.

II

En lo que llamo su singular manera de transmitir los conocimientos, González Caballero, fue para la gran mayoría de nosotros “un maestro” que, como dije anteriormente, siempre estaba enseñando algo. Lo llamábamos así, el maestro. Para quien le llamaba Toño (un caso especial) lo hacía porque se consideraba su amigo de confianza y sin embargo al visitarlo no se iba sin aprender algo de él, de su obra, de su trabajo, “Toño”, el amigo, se volvía un maestro también.

Una clase con González Caballero era un juego, y sin embargo uno intuía que estaba en algo mucho más profundo, en momentos sagrado; siempre había humor, cierto desparpajo y abstracción; su prodigioso uso de la imaginación se transmitía al mundo y uno salía de sus sesiones impulsado a crear, como si la imaginación del viejo nos hubiese contagiado de tal manera que solo faltara llegar a casa para que en la soledad se concretara esa idea surgida con su plática, con sus gestos, con su dar. Cuando González Caballero daba clases había algo en verdad de donde absorber, imposible no hacerlo; cuando el maestro hablaba, había algo que imaginar, y al final, siempre, algo que crear.

Seré también precavido, alguno comentará por ahí que no aprendía con él, que era aburrido o molesto, y está en su derecho de comentarlo; pero ahora sin precaución digo, seguro que esa errónea percepción habrá sido debido a prejuicios ante su personalidad, ante su forma de vestir, ante su actitud ante el dinero.

González Caballero gritaba, callaba a la gente, golpeaba mesas para llamar la atención con fuerza, soltaba madres (como él decía), e inmediatamente después sonreía como si no hubiera pasado nada, y sin más podía acercarte sus cinco dedos juntos en su muy original saludo.

En este amoroso y moroso recuento de mi experiencia como alumno recuerdo lo impresionante que era para mí el que un hombre de su baja estatura, de su actitud, con esa voz extrañamente aguda y ronca, se volviera tan grande en una clase. Para quien adoraba las personalidades fuertes González Caballero no era más que un desaliñado sin importancia, habría que imaginarlo ahora que ya no está: cerraba los ojos al hablar para concentrarse; hasta los años noventa fumaba sus Delicados y mantenía una parte de su bigote quemado y algo amarillo por el tabaco, así como las uñas de los dedos con que tomaba el cigarro; esa inexistente dentadura y sin embargo su hablar normal (se enorgullecía de su dicción que lo hacía no chochear, recuerdo); sus lentes y la marca que tenía de ellos en la nariz; su puente roto y su dedo abriendo más de lo normal una fosa nasal para respirar mejor: su eterna chamarra (que cuando llovía le gustaba porque decía que así podía aprovechar para lavarla); sus también eternos pantalones guangos y sucios; sus zapatos de vagabundo; su barba siempre con días sin rasurar... Sí, a esa personalidad no se le respetaba mucho, y sin embargo, sabiéndolo él, no buscaba imponer respeto a su persona, no reclamaba por ello, él estaba ahí enseñando, nos cambiaba la vida en la actuación, nos daba las armas para sobrevivir en ella.

Un compañero de mi entonces compañía Esférica Ludens, días antes de que muriera el maestro me escribía en un correo electrónico: "Debo apurarme porque quiero absorber a González Caballero, sus clases son para mí oro molido." Lo creo, tengo un poco de ese oro brillando en mis manos.

González Caballero siempre llegaba a tiempo, pero eso no significaba que en punto empezara a hablar del tema de clase, todo se iba dando con simpleza, platicando entrábamos en el tema, en los ejercicios. Su taller durante años empezó, fuera sábado o domingo, a las once de la mañana, y los ejercicios podían iniciar a las 12 o 1 de la tarde, pero nunca sentías que perdías tiempo; al fin estabas cerca de él.
En esa época que ahora recuerdo, a fines de los 80's, las sesiones eran en un amplio cuarto en la azotea de la casa de la maestra Román Calvo, que albergó al taller durante varios años; ahí fueron mis primeras clases de dramaturgia, con ellos dos y algunos compañeros leyendo mis obras después del taller de los sábados; eran en verdad pequeñas tertulias. Después de comer en algún restaurante cualquiera había que regresar a la casa de la maestra, escuchar la lectura de quien tuviera un texto, platicar, ir al cine. Con González Caballero eran fines de semana de continuo aprendizaje y disfrute.
Uno iba a aprender de actuación y aprendía también filosofía, cine (en eso era un experto), literatura, psicología, historia, chismes de esa historia, libertad, uno aprendía con él a ser libre. Es por eso que estoy convencido que algunos lo rechazaban, les daba miedo su libertad, no podían ser libres, nunca tanto como él.
Todo continuó de la misma manera hasta el final de su vida, las sedes del taller cambiaron pero la rutina de aprendizaje y disfrute permanecía.


III

Aprendí con él un nuevo concepto de la palabra rebeldía, y vaya que me costó trabajo y trabajos aprenderlo: ¿para qué gritar?, ¿para qué querer romper todos los esquemas frente a los demás? En tu vida, en tu obra, en tu simple andar puedes ser libre, esa es la mayor rebeldía y esa él la enseñaba sin necesidad absolutamente de nada más, viviendo, estando cerca, haciéndonos su amigo.
González Caballero siempre leía por su propio gusto, pero esa continua lectura refrescaba su obra, su clase, siempre había algo nuevo que reforzaba su trabajo, y todo era tan profundo, tan elevado, que a veces no nos dábamos cuenta de ello; era simple, risueño, simple, muy simple. Cuando uno lee sobre los maestros orientales taoístas puede tener una idea de dónde venía su maestría.

Invitábamos gente ajena al taller, gente a quienes les había sorprendido nuestra evolución, nuestra cultura, les decíamos que se los debíamos al maestro, entonces querían conocerlo; iban ciertamente ilusionados de conocer al maestro, y cuando lo veían o lo escuchaban o incluso cuando leían su obra, pocos, muy pocos lo alababan; la mayoría creía que nosotros éramos los grandes y que estábamos obsesionados, engañados con que él nos había dado cosas que en realidad nosotros aprendimos por nuestra cuenta. ¡Tontos, tontos, tontos!
González Caballero, con la apariencia de vagabundo que tenía, resulta ser el padre de una inmensa generación de actores y artistas de este país, es el padre de una técnica de actuación que manejan, mal que bien, decenas de jóvenes actores, es el padre de algunos dramaturgos entre los que me incluyo, es el padre de maestros de teatro... González Caballero no tuvo hijos biológicos pero fue un padre indiscriminado de artistas, nunca usó condón para enseñar, era un libertino del dar, a todos, a quien fuera, no respetaba nada ni a nadie.

Grotowski tenía razón, todos tenemos un padre artístico y no podemos renunciar a ese hecho indiscutible, González Caballero es el nuestro y querámoslo o no está en nosotros: “aquí en mi corazón, aquí en mi mente, aquí en mi creatividad”, él, siguiendo el eterno estribillo ante la muerte de alguien, no ha muerto, vive en nosotros.

Finalmente, como lo escribí hace unos años donde decía que nosotros, sus alumnos, estando vivo el maestro, ya lo habíamos matado porque no aceptábamos su paternidad ni la defendíamos ante los embates de los poderosos de la cultura en nuestro país, ahora lo digo también: estuve tantos años junto a él y sigo estándolo porque González Caballero hacía lo que decía, no mintió; eso no lo he encontrado en ninguna otra parte de mi país y tal vez esa sea la razón por la que ahora vivo a miles de kilómetros de él y no lo sufro en su ahora eterna ausencia física.

¡Qué importa que los críticos mexicanos lo tomen como uno de los peores escritores famosos de nuestro teatro! ¡Qué importa que los directores sean tan faltos de preparación que no logren entender sus propuestas y que los compañeros de profesión lo minimicen a tal grado de que haya parecido un ingenuo diciendo cosas bonitas!... Por supuesto nada más erróneo.
Pero, recordemos, González Caballero no estaba muerto en vida por esas personas que lo atacaban o minimizaban, sino por sus propios alumnos, sus discípulos y los que se decían sus amigos. ¡Antes de que alguien salte ofendido puedo lavarme las manos de mi “yo acuso”! Aclaro: no todos.
Seguramente aquí hay muy pocos, y en su entierro muchos menos, que hablan de lo importante de su obra creadora, no de que haya escrito varias obras y deban editarse sus obras completas, sino de la verdadera importancia de su obra artística... No tengo que haber estado ahí para saberlo. Es normal, moría el amigo, el hombre... tal vez no era tiempo de hablar de eso... No sé, tengo mis dudas.
Creo que aquellos que lo sepultaron vivo antes de esa terrible tarde de mayo de este 2003 no entendieron que su lucha por el reconocimiento del viejo no era para González Caballero ni para su obra sino para ellos mismos: una vez transmitida la verdad ésta no pertenece al maestro sino al alumno, está en su sangre, forma parte de él. Las puertas abiertas formaron parte ya de su propia constitución, de sus intereses creativos, el maestro se había depositado en ellos. En realidad se sepultaron a sí mismos no dándole el respeto merecido, no analizando sus textos, no leyéndolo con profundidad, rebajando sus investigaciones, no desarrollando su propia creatividad ante sus enseñanzas. La muerte del padre es inevitablemente la muerte del hijo.

Al final de este amoroso y despiadado recuento no dejemos perder esa parte que él dejó en nosotros, aprendamos a dar como él dio, aceptemos su paternidad sobre nosotros y elevemos nuestra creación como él lo hizo con la suya; después seamos libres.

Como a todo artista desaparecido, y eso es algo que indiscutiblemente González Caballero ha hecho, “desaparecer”, intentemos darle vida en un verdadero lugar dentro de nuestras vidas, a través de su obra creativa que corre aún por nuestras venas.

Saludos a todos desde Beirut, donde gracias a Dios no se hace tanto teatro.





Gustavo Thomas

Beirut, Líbano
Junio de 2003 
(Retrabajado en Toronto, Canadá. Mayo de 2012)







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