Nota: Este
texto fue leído en su primera versión, en Puebla, durante el primer
homenaje a días de la muerte de González Caballero, en mayo de 2003.
Ahora lo retomo en el noveno aniversario de su deceso.
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Antonio González Caballero (Digital Work Over Photograph. © Gustavo Thomas. 2011) |
González Caballero, padre.
La
contundencia de la acciones en la vida real pueden abrumarnos. González
Caballero ha tenido una acción más que contundente para todos nosotros y
reaccionamos a ello, que no nos abrume. Ahora que él ha muerto, no le
busquemos cronologías para una buena biografía... "Enumerarlo, seguir
el orden de sus días, me parece imposible; mejor buscar su eternidad,
sus repeticiones. Sólo una descripción intemporal, morosa con amor,
puede devolvérnoslo.", escribe el joven Borges en su texto sobre la vida del poeta Evaristo Carriego.
I
Transmitir
por necesidad, debido a un continuo trabajo dentro de la meditación
taoísta-tibetana donde se aprende a dar, a ofrecerse totalmente a los
demás, al mundo, más allá de la fama o del reconocimiento...
Dar fue para González Caballero el principal impulso en su vida. El fue siempre, sin lugar a dudas, el maestro que da.
González Caballero dio con libertad, dio a todos; pintó y dio, escribió y dio, investigo una técnica de actuación y dio.
No hablo del amigo... ¿qué puedo decir de lo que el amigo dio?
González Caballero fue maestro de tres disciplinas durante su vida: la Ciencia de la Física Mental, la pintura y la actuación.
Estaba
convencido que la dramaturgia no debía enseñarse, sino que leyendo y
escribiendo el dramaturgo evolucionaría; un tanto engañosa apreciación
la suya cuando en cada una de sus clases, en cada una de sus pláticas,
hablaba de lo que había leído, lo analizaba, lo transformaba, escuchaba
nuestros escritos, los comentaba, nos regañaba por ciertos crasos
errores. Daba clases de dramaturgia también, así, en su muy particular
estilo.
Desde la adolescencia con sus primeros estudios
de pintura a nivel comercial, González Caballero resultaba para los
demás ser un talentoso artista lleno de incertidumbres e impulsos
destructivos. En los años 50's, a partir de su encuentro con la
filosofía tibetana que en su versión occidental transmitía en México el
maestro Pedro Espinoza de los Monteros, González Caballero tuvo un
cambio radical en su vida y en su idea de dar. La fuerza que ese trabajo
le diera transmitiéndolo durante nueve años lo llevó, entre otras
cosas, a entrar de lleno a la pedagogía de la pintura, creó un método de
aprendizaje en base a las investigaciones que a Paul Klee y Vasili
Kandinski en los años 20 los hizo tan famosos como docentes en la
Bauhaus alemana. De ese método de su primera escuela salieron algunos
pintores y caricaturistas mexicanos de renombre.
Ese
mismo dar siguió cambiando su vida, incursionó con tremendo éxito en la
dramaturgia y a través de algunos accidentes del destino fue a caer a la
clase de creatividad para actores en la escuela Andrés Soler de la
ANDA. Siendo pintor y escritor González Caballero no conocía los
secretos del arte de actuar, y con humildad, profundidad y genialidad
entró en ello. En 1971 creo su primer taller de actuación de donde salió
su técnica de actuación y decenas de actores con su sello; ese taller
nunca se detuvo sino hasta el día de su muerte, literalmente.
II
En
lo que llamo su singular manera de transmitir los conocimientos,
González Caballero, fue para la gran mayoría de nosotros “un maestro”
que, como dije anteriormente, siempre estaba enseñando algo. Lo
llamábamos así, el maestro. Para quien le llamaba Toño (un caso
especial) lo hacía porque se consideraba su amigo de confianza y sin
embargo al visitarlo no se iba sin aprender algo de él, de su obra, de
su trabajo, “Toño”, el amigo, se volvía un maestro también.
Una
clase con González Caballero era un juego, y sin embargo uno intuía que
estaba en algo mucho más profundo, en momentos sagrado; siempre había
humor, cierto desparpajo y abstracción; su prodigioso uso de la
imaginación se transmitía al mundo y uno salía de sus sesiones impulsado
a crear, como si la imaginación del viejo nos hubiese contagiado de tal
manera que solo faltara llegar a casa para que en la soledad se
concretara esa idea surgida con su plática, con sus gestos, con su dar.
Cuando González Caballero daba clases había algo en verdad de donde
absorber, imposible no hacerlo; cuando el maestro hablaba, había algo
que imaginar, y al final, siempre, algo que crear.
Seré
también precavido, alguno comentará por ahí que no aprendía con él, que
era aburrido o molesto, y está en su derecho de comentarlo; pero ahora
sin precaución digo, seguro que esa errónea percepción habrá sido debido
a prejuicios ante su personalidad, ante su forma de vestir, ante su
actitud ante el dinero.
González Caballero gritaba,
callaba a la gente, golpeaba mesas para llamar la atención con fuerza,
soltaba madres (como él decía), e inmediatamente después sonreía como si
no hubiera pasado nada, y sin más podía acercarte sus cinco dedos
juntos en su muy original saludo.
En este amoroso y
moroso recuento de mi experiencia como alumno recuerdo lo impresionante
que era para mí el que un hombre de su baja estatura, de su actitud, con
esa voz extrañamente aguda y ronca, se volviera tan grande en una
clase. Para quien adoraba las personalidades fuertes González Caballero
no era más que un desaliñado sin importancia, habría que imaginarlo
ahora que ya no está: cerraba los ojos al hablar para concentrarse;
hasta los años noventa fumaba sus Delicados y mantenía una parte de su
bigote quemado y algo amarillo por el tabaco, así como las uñas de los
dedos con que tomaba el cigarro; esa inexistente dentadura y sin embargo
su hablar normal (se enorgullecía de su dicción que lo hacía no
chochear, recuerdo); sus lentes y la marca que tenía de ellos en la
nariz; su puente roto y su dedo abriendo más de lo normal una fosa nasal
para respirar mejor: su eterna chamarra (que cuando llovía le gustaba
porque decía que así podía aprovechar para lavarla); sus también eternos
pantalones guangos y sucios; sus zapatos de vagabundo; su barba siempre
con días sin rasurar... Sí, a esa personalidad no se le respetaba
mucho, y sin embargo, sabiéndolo él, no buscaba imponer respeto a su
persona, no reclamaba por ello, él estaba ahí enseñando, nos cambiaba la
vida en la actuación, nos daba las armas para sobrevivir en ella.
Un
compañero de mi entonces compañía Esférica Ludens, días antes de que
muriera el maestro me escribía en un correo electrónico: "Debo apurarme
porque quiero absorber a González Caballero, sus clases son para mí oro
molido." Lo creo, tengo un poco de ese oro brillando en mis manos.
González
Caballero siempre llegaba a tiempo, pero eso no significaba que en
punto empezara a hablar del tema de clase, todo se iba dando con
simpleza, platicando entrábamos en el tema, en los ejercicios. Su taller
durante años empezó, fuera sábado o domingo, a las once de la mañana, y
los ejercicios podían iniciar a las 12 o 1 de la tarde, pero nunca
sentías que perdías tiempo; al fin estabas cerca de él.
En esa
época que ahora recuerdo, a fines de los 80's, las sesiones eran en un
amplio cuarto en la azotea de la casa de la maestra Román Calvo, que
albergó al taller durante varios años; ahí fueron mis primeras clases de
dramaturgia, con ellos dos y algunos compañeros leyendo mis obras
después del taller de los sábados; eran en verdad pequeñas tertulias.
Después de comer en algún restaurante cualquiera había que regresar a la
casa de la maestra, escuchar la lectura de quien tuviera un texto,
platicar, ir al cine. Con González Caballero eran fines de semana de
continuo aprendizaje y disfrute.
Uno iba a aprender de actuación y
aprendía también filosofía, cine (en eso era un experto), literatura,
psicología, historia, chismes de esa historia, libertad, uno aprendía
con él a ser libre. Es por eso que estoy convencido que algunos lo
rechazaban, les daba miedo su libertad, no podían ser libres, nunca
tanto como él.
Todo continuó de la misma manera hasta el final de
su vida, las sedes del taller cambiaron pero la rutina de aprendizaje y
disfrute permanecía.
III
Aprendí
con él un nuevo concepto de la palabra rebeldía, y vaya que me costó
trabajo y trabajos aprenderlo: ¿para qué gritar?, ¿para qué querer
romper todos los esquemas frente a los demás? En tu vida, en tu obra, en
tu simple andar puedes ser libre, esa es la mayor rebeldía y esa él la
enseñaba sin necesidad absolutamente de nada más, viviendo, estando
cerca, haciéndonos su amigo.
González Caballero siempre leía por
su propio gusto, pero esa continua lectura refrescaba su obra, su clase,
siempre había algo nuevo que reforzaba su trabajo, y todo era tan
profundo, tan elevado, que a veces no nos dábamos cuenta de ello; era
simple, risueño, simple, muy simple. Cuando uno lee sobre los maestros
orientales taoístas puede tener una idea de dónde venía su maestría.
Invitábamos
gente ajena al taller, gente a quienes les había sorprendido nuestra
evolución, nuestra cultura, les decíamos que se los debíamos al maestro,
entonces querían conocerlo; iban ciertamente ilusionados de conocer al
maestro, y cuando lo veían o lo escuchaban o incluso cuando leían su
obra, pocos, muy pocos lo alababan; la mayoría creía que nosotros éramos
los grandes y que estábamos obsesionados, engañados con que él nos
había dado cosas que en realidad nosotros aprendimos por nuestra cuenta.
¡Tontos, tontos, tontos!
González Caballero, con la apariencia
de vagabundo que tenía, resulta ser el padre de una inmensa generación
de actores y artistas de este país, es el padre de una técnica de
actuación que manejan, mal que bien, decenas de jóvenes actores, es el
padre de algunos dramaturgos entre los que me incluyo, es el padre de
maestros de teatro... González Caballero no tuvo hijos biológicos pero
fue un padre indiscriminado de artistas, nunca usó condón para enseñar,
era un libertino del dar, a todos, a quien fuera, no respetaba nada ni a
nadie.
Grotowski tenía razón, todos tenemos un padre
artístico y no podemos renunciar a ese hecho indiscutible, González
Caballero es el nuestro y querámoslo o no está en nosotros: “aquí en mi
corazón, aquí en mi mente, aquí en mi creatividad”, él, siguiendo el
eterno estribillo ante la muerte de alguien, no ha muerto, vive en
nosotros.
Finalmente, como lo escribí hace unos años
donde decía que nosotros, sus alumnos, estando vivo el maestro, ya lo
habíamos matado porque no aceptábamos su paternidad ni la defendíamos
ante los embates de los poderosos de la cultura en nuestro país, ahora
lo digo también: estuve tantos años junto a él y sigo estándolo porque
González Caballero hacía lo que decía, no mintió; eso no lo he
encontrado en ninguna otra parte de mi país y tal vez esa sea la razón
por la que ahora vivo a miles de kilómetros de él y no lo sufro en su
ahora eterna ausencia física.
¡Qué importa que los
críticos mexicanos lo tomen como uno de los peores escritores famosos de
nuestro teatro! ¡Qué importa que los directores sean tan faltos de
preparación que no logren entender sus propuestas y que los compañeros
de profesión lo minimicen a tal grado de que haya parecido un ingenuo
diciendo cosas bonitas!... Por supuesto nada más erróneo.
Pero,
recordemos, González Caballero no estaba muerto en vida por esas
personas que lo atacaban o minimizaban, sino por sus propios alumnos,
sus discípulos y los que se decían sus amigos. ¡Antes de que alguien
salte ofendido puedo lavarme las manos de mi “yo acuso”! Aclaro: no
todos.
Seguramente aquí hay muy pocos, y en su entierro muchos
menos, que hablan de lo importante de su obra creadora, no de que haya
escrito varias obras y deban editarse sus obras completas, sino de la
verdadera importancia de su obra artística... No tengo que haber estado
ahí para saberlo. Es normal, moría el amigo, el hombre... tal vez no era
tiempo de hablar de eso... No sé, tengo mis dudas.
Creo que
aquellos que lo sepultaron vivo antes de esa terrible tarde de mayo de
este 2003 no entendieron que su lucha por el reconocimiento del viejo no
era para González Caballero ni para su obra sino para ellos mismos: una
vez transmitida la verdad ésta no pertenece al maestro sino al alumno,
está en su sangre, forma parte de él. Las puertas abiertas formaron
parte ya de su propia constitución, de sus intereses creativos, el
maestro se había depositado en ellos. En realidad se sepultaron a sí
mismos no dándole el respeto merecido, no analizando sus textos, no
leyéndolo con profundidad, rebajando sus investigaciones, no
desarrollando su propia creatividad ante sus enseñanzas. La muerte del
padre es inevitablemente la muerte del hijo.
Al final
de este amoroso y despiadado recuento no dejemos perder esa parte que él
dejó en nosotros, aprendamos a dar como él dio, aceptemos su paternidad
sobre nosotros y elevemos nuestra creación como él lo hizo con la suya;
después seamos libres.
Como a todo artista
desaparecido, y eso es algo que indiscutiblemente González Caballero ha
hecho, “desaparecer”, intentemos darle vida en un verdadero lugar dentro
de nuestras vidas, a través de su obra creativa que corre aún por
nuestras venas.
Saludos a todos desde Beirut, donde gracias a Dios no se hace tanto teatro.
Gustavo Thomas
Beirut, Líbano
Junio de 2003
(Retrabajado en Toronto, Canadá. Mayo de 2012)
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